Para ingresar al templo Habrás, primero, de retirar tus zapatos, Señal segura de tu vanagloria en la tierra, Animal que no contempla a su madre. Si puedes, deja desnudos tus puentes, Que tus pasos no ensucien la casa. Tendrás que enseñar ese yelmo de hueso, Para desvestir el mar de tus pensamientos, Y mutilarás luego el deseo, húmedo mendigo en los umbrales, Que, con todo, siempre tiene sed. Entonces entenderás que no hay puerta posible Que la roca no es desolación del santuario, Sino el altar mismo, lágrima solidificada, Iridiscente ventana sin facetas. Ella es la claraboya del tiempo. Y verás que no hay añicos en ella, Más que la guerra del principio Que aún relumbra en su alma. La piedra que talla tus plantas, Es blanda como la neuma de Dios. Solidez que es repliegue De la costra de los días. Contenida hasta el nuevo inicio, No cerrada, más que en tus ojos, Que duros, son el cristal con que miras. Ahora bien, Si lograras entender la inmortalidad En la que deseas irrumpir, Arrearás tus aparejos a la cima del templo Y tus paredes disueltas en el calor De sus aberturas sin puerta, Se fundirán en la sustancia del tiempo, Y enterrarás tus plumas en el suelo elemental, Que grabará sobre ti su signo impronunciable. Sabrás que tú, abolido el deseo Acariciada la tierra, Disuelto el capricho, Eres la piedra.