• La foto de la viuda

    Texto creado como "plagio" del estilo de Juan Rulfo

     Ya no sé ni cuánto llevo aquí. Rezo el día enterito por mis muertos, y las rogaciones se hacen como hileras de lechuguilla entre el polvo del camino, que patean las mulas atarugadas. Floro es otra palabra que se volvió penca del pedrusco. Le platico entre las cuentas del primer misterio y del Padrenuestro, pero los abalorios del rosario no alcanzan ni tantico para que me responda. Floro entre la Salve, el Ángelus y los gozosos… Floro de los dolorosos porque se lo llevaron los cristeros gritando: “Viva Santa María de Guadalupe”; se fueron gritando nomás, y las voces se quedaron como prendidas del viento y se confunden con los chillidos de los chacales. ¡Santa María, cómo tarda en llover! Floro, mijo: ve y trae agua para el atole. Y no te quedes platicando con esos borrachos de los mil Judas, ¡eh! No sé si me habrán hecho un daño o un favor los cuatreros, así de faldero y acidioso como era Floro, que hasta con la comadre se entregó en calenturas. Para lo único que se acomedía: para echarse mero en los brazos de viejas marchitas, como quien busca los cariños de una madre antes de su muerte. Pero mucho tiempo ha pasado de aquello, tanto, que no sé si lo soñé; si Floro es una invención de las que provocan el calor y la sed. Por si acaso, le puse una montaña de piedras en el camino de San Juan Parangaricutiro cuando le hice una manda a la virgencita para el perdón de sus pecados… y de los míos. Allí puse el escapulario suyo que dejó ese día encima del petate. Nunca se lo quitaba, y ese día lo hizo. La comadre Amasia me acompañó por la vereda y se quedó allá no más, llorando que porque “había que plañir a los difuntos”, y que yo era como trapo escurrido de todo lo que me había hecho Floro. Yo me seguí para el pueblo y la embustera se quedó allí, derramando sus contriciones sobre el mogote con su rebozo lleno de los sudores de él y las lágrimas de ella. No recuerdo si la volví a ver desde ese día. No, no recuerdo. El llanto de ella también parece empuñar los aullidos de los coyotes cuando rondan el caserío anunciando muertes, y me da coraje. Vienen diario. ¡Floro! Ve y devisa que no se metan esos canijos, que se llevan los huevos. Y si se meten, ¡ya verás cómo los corres! Ya no hay peregrinación de nubes sobre el cerro, que se agolpen y se revienten y chorreen este mar de terrones y de polvo que es mi casa. Tengo sed desde que me levanto hasta que me acuesto y no hay agua de arrayanes ni agua de río ni de lodazal para curar la sequedad. Floro: te fuiste, méndigo. Te fuiste un veintiuno de noviembre, día de Cristo Rey. Solo un nubarrón en mi memoria, un recuerdo que se me viene mismo como humo de copal: un hombre vino, me hizo un retrato y me dio dos pesos, durmió conmigo en el atado de hierba, nomás para darnos calor, solo para eso, y se fue. Dizque un fureño en estos campos muertos sacando fotos a las bardas hundidas, a las pencas y a las cruces; robando el alma y los secretos a las viudas y a las piedras. A lo mejor y es eso: que me destiño tantico como papel viejo. Por aquí no pasa nada, todos los días son lo mismo. Es como si estuviera pagando las penitencias de otros ante la santa Providencia; sola, así como estoy, sin frutos que me dejara Floro. Hace mucho que no llueve. Ya no sé ni cuánto llevo aquí.