Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí. Augusto Monterroso La madre no quiso reconocerlo. Lo hizo el abogado comparando el cuerpo con la foto y los datos de la cédula. Ese fue el primer indicio. Un día después del homicidio, la señora ya había contratado a quien demandaría al Estado por la negligencia del programa de protección a víctimas y testigos al que se había acogido su hijo, luego del primer atentado. En este, según me contó ella, uno de los disparos impactó el corazón, de tal forma que la bala se incrustó en el músculo sin que perdiera la vida. El parte médico fue aplastante y crudo: “Herida penetrante del corazón con proyectil, requiere manejo paramédico precoz”; o como bien tradujo la madre: “si se opera muere, si no se extrae la bala también”, fueron las sentencias que obligaron al aún consciente hijo a pasar por el quirófano. Entre procedimientos innominables previos al suministro de anestesia, rio y conversó con el cuerpo médico sin una pizca de miedo, en tanto los profesionales chorreaban las gotas densas de la transpiración consciente. Como si no fuera suficiente maravilla que un corazón aplastado por el peso de la existencia palpitara con plomo y pólvora entre sus cavidades, y gracias al sudor de sus salvadores, la víctima, días después de la cirugía, estaría alzándose la camiseta en media vía y gritando: “¡Miren a Frankenstein!”. Su incorporación al programa obedeció a que, además del tiro en el pecho, recibió uno en la cara. Pudo ver a quienes, meses después, feroces de odio, insatisfechos con una labor inacabada, lo matarían. Nos conocimos en la adolescencia. Desde ese entonces deambulaba por el mundo como un animal herido. Salía de su caverna solo para comer, mordía a quien violara los límites de su círculo y salía de noche para que la luz no lo lastimara, como si tuviera vergüenza. Yo era una cazadora solitaria encariñada con esa presa exótica e indomable, que había venido a amenazar al mundo con los dientes y las uñas. Al final, a su lado, parecía un alma en pena que implora que la miren, como supongo hizo él tantas veces con su madre. Animalito faldero venido al mundo por obligación, que decidió enseñarme el modo crudo en que opera el abandono. Desde que lo conocí supe que iba a morir joven, y en los últimos años ese horizonte se acercaba como una envestida. Mientras yacía en una cámara de la morgue, menos fría que las calles y las almas que lo vieron desangrarse, yo me enteraba de su muerte. Quedé aturdida. La persona más vital, el “enlazador de mundos” como solía autoproclamarse, vencedor de la muerte, había sido vencido en un segundo asalto con ocho disparos, esta vez por la espalda. Y la señora, en un arrebato atípico de justicia maternal, o conveniencia apresurada por las circunstancias, ya tenía un abogado demandante que se enfrentaría confiado al poder del Estado. El día del sepelio tuve la segunda pista. Mientras la mamá se arreglaba en una de las piezas de la casa, yo lloraba por dentro sentada en la cama de otra, mirando sus últimas fotos tamaño documento, que estaban cuidadosamente puestas sobre el equipo de sonido. Luego, vestida como para un coctel, toda de blanco, maquillada y escotada, la señora entró en la habitación y me dijo: “mami, toma una. Esas se las mandé a sacar para el pasaporte. Me lo iba a llevar a España después de que le hicieron el primer atentado. ¿Cierto que ahí parece un superhéroe?” La espalda de Dinosaurio inaccesible siempre al entero abrazo de cualquiera, había sido conquistada por proyectiles, y su mandíbula recia y cuello de superhéroe, aquel que lo abandonó todo años atrás por una heroína, eran los rasgos temidos por enemigos del vicio y la irreverencia. Cómo olvidar la fisonomía de un campeón yonqui, ese que presumía que su único desperfecto de superhombre eran pequeñas huellas de piel queloide, herencia negra. Pero en la foto ¿dónde estaba la cicatriz del disparo? Años antes tuve que dejarlo. Estaba agotada de ese triángulo de amor entre los alcaloides, el Dinosaurio y yo, de ese círculo de vicio que alcanzó en un giro la H, rotunda y silenciosa letra que ennegrece las venas y quita el dolor hasta el extremo sublime de olvidarlo todo. O tal vez él me dejó a mí: me abandonó entre sueños en alguna calle del centro; me fui desmenuzando en su mente, entre sopores, como una nube de polvo. En la funeraria entregaron la cajita. Ella pidió con desparpajo que le cambiaran la orquídea de la tapa por una menos marchita, y puso las cenizas en mis manos como quien se deshace de una carga: “Mami, llévalas tú que lo quisiste tanto”. En el taxi a la iglesia abrí el contenedor. Tenía que examinar, con inocencia, que ese residuo gris sí fuera él. Imposible saberlo. Podían ser los restos carbonizados de un mueble, si se supone –y aquí la tercera pista– que una persona asesinada no se debe cremar sin antes pasar por Medicina Legal, sobre todo si estaba comprometida con una investigación. Tomé una pizca de cenizas en los dedos, la introduje en mi boca. No sabía a él. No era él. La misa, para completar, fue un auténtico fraude, si cabe decir. No entré, me quedé afuera escuchando el discurso de una madre vestida más como para el matrimonio de su hijo que para sus exequias. Un discurso tan postizo como ella y que solo escucharon cinco invitados, convidados de piedra, clavados en la primera banca, despiertos por la resonancia del vacío, por la obligación, por el temor vago y necio de quedarse solos en su propio funeral, o por el teatro social, uno quizá remunerado. Cuando volvimos a la casa empezó a empacar para volver a España, la patria desnaturalizada, por la que, años atrás, ella dejó abandonado a su hijo. Metió en la maleta algunas prendas, zapatos y regalos que le había hecho al Dinosaurio, porque “le costaron mucha pasta”. A estas alturas todo era una señal; es inconcebible que una madre conserve los objetos de su hijo recién ejecutado por el valor comercial, más que por los residuos del alma fugada de ellos. Entonces comencé a tejer conjeturas, a investigar. Pensé que tal vez el programa de la fiscalía sí fue efectivo en su caso, que le cambiaron la identidad, que no hubo segunda tentativa, que fui usada para hacer verosímil un proceso. De todos modos, la mención del programa fue momentánea, casi escurridiza, una ligereza de vieja enredadora. Nunca pude probar mi teoría, pero creé un fantasma. No importaron las veces que llamé llorando a la madre para que me dijera la verdad. Ella siempre juró que estaba muerto. En las conversaciones, pese a las negativas, siempre advertí algún santo y seña, alguna puntada, y solo eso. Dino y amor tienen cuatro letras, pronunciables en el lapso de un segundo. Son palabras, pero no son términos ¿cuánto duran?