Se trata de tres revisiones, a modo de crónica modernista, del Estado colombiano, basadas en su actual estructura, las relaciones que se tejen al interior del gobierno y el comportamiento de sus líderes. Todo ello, enmarcado en las protestas ciudadanas y en la negativa estatal de llegar a acuerdos comunes. 1. Colombia, tiranosaurio El 18 de mayo, durante la movilización de la Minga procedente de distintas regiones de Antioquia, unos jóvenes, cuya apariencia distaba mucho de la de los indígenas, se adhirió al colectivo para “decorar” con aerosoles la fachada de la Estación del Ferrocarril, en tanto los representantes de los cabildos reclamaban digna y pacíficamente las demandas que la historia les ha amontonado. A propósito de estos, y otros desmanes recientes ocurridos durante el paro nacional, y sobre todo la postura inquebrantable del gobierno de no transigir ante el bloqueo, viene a la mente aquella bestia indestructible tipificada por Thomas Hobbes y por el sufrido y santificado Job: el Leviatán. El filósofo empleó a la bestia bíblica como alegoría del Estado y como postulación análoga al contrato social, ese pacto reseñado (y legitimado) por Rousseau al que nos sometemos por la mera circunstancia de pertenecer a una nación acogida a la democracia. Circunstancia, porque nacer y crecer no son elecciones, no se votan; y hacerlo en un país como Colombia, a la postre, a veces parece la voluntad de un demiurgo, para conveniencia de Job, o un accidente catastrófico a vista de muchos connacionales. No en balde, Hobbes empleó esta figura para los fines analíticos que perseguía, posiblemente considerando las características físicas del dragón bíblico: escamas impenetrables, resoplidos de fuego y apariencia propia de dinosaurio. De continuar vivo, el filósofo estaría maravillado con las virtudes premonitorias de su obra para el caso colombiano, Estado reptario que se autoproclama “la democracia más longeva de latinoamérica”. Colombia es un dinosaurio laico, que por allá en mil novecientos algo se consagró al Sagrado Corazón, para no olvidar los vínculos fundamentales que tienen los dragones con Dios. Cabe, entonces, explicar con detenimiento cómo aplican estas peculiaridades a nuestro querido dragón tricolor. Aliento de fuego. El Leviatán tropical suele disparar ráfagas flameantes por sus fauces. Frases como "Si uno pone a trabajar a los negros se agarran de las greñas" están llenas de azufre, mismo que adoba lo que se cuece en la paila mocha donde, para algún representante de la larga anaconda amazónica, debe estar a fuego lento el mismísimo premio Nóbel Gabriel García Márquez. Esta, quizá, sea una invitación para que el laureado escritor conozca, posmortem, la cuna del monstruo o, al menos, su centro de operaciones. Pero ese no es el único ejemplo. Los exhabruptos emanados desde el interior calcinante de la bestia son innumerables, y tan desatinados que no vale la pena una mención analítica de los mismos. Además, su palabra cual orden divina, la Ley, se extiende como el fuego, no importa si la voluntad de la que emana deja carbonizados a algunos sectores del país, aplicando en favor de unos y en perjuicio de otros. Apariencia de dinosaurio. Es la carácterística más apreciable de la bestia colombiana, que junto con otros países africanos y latinoamericanos tiene uno de los índices de inequidad más grandes del mundo. Ello es consecuencia de la poca inversión en el desarrollo rural, que aumenta proporcionalmente la migración y la violencia en las ciudades, y que aunada a la escasa inversión en materia de infraestructura y tecnología, a la poca cobertura educativa en algunas regiones, a la deficiente prestación de servicios sanitarios en toda su extención y dominio, hacen del país un reptil enorme, al borde de la extinción. En definitiva, un tiranosaurio agresivo, pesado y lento, con pequeñas e inútiles extremidades superiores. Piel impenetrable. Volviendo a Rousseau, la frase “La voluntad general es indestructible”, alude a la invulnerabilidad del Estado, constituído en teoría por nación, territorio, derecho y poder político. No obtante, lo anterior dicho expone de manera clara cómo los dos últimos componentes han sido maniobrados a costa del reposo natural de territorio, y del olvido e inacción del pueblo. El poder político, cual jinete del apocalipsis, ha cabalgado su bestia valiéndose de las fisuras de la ley, de la demagogia y de la ignominia. Así como dijo el Rey Sol, Luis XIV, en algún berrinche preadolescente o ataque de sinceridad ante el Parlamento Francés: “El Estado soy yo”, en muchos países democráticos, dada la aciaga taxonomía del Leviatán, “el Estado es el poder”, que de ninguna manera es el pueblo cuando el caso es decidir o incidir, pero sí cuando hay que pagar. Por otra parte, el dominio gubernamental se despliega de formas insondables. En teoría, nuevamente, tiene tres ramas autónomas del poder, además de entidades electorales y organismos de control. Pero en la práctica los tentáculos del Gobierno se adhieren a todo, pues su influencia está determinada, entre otras cosas, por la injerencia en asuntos económicos, por la inversión de capitales, en la legislación que regula todas las esferas sociales, en el control permanente del accionar individual. Como si el dragón de Job y Hobbes, profetas casi homómofonos, fuera una criatura más parecida al Kraken, el Estado extiende sus brazos en toda instancia de participación social. Entonces ¿cómo es posible que los razonablemente indignados marchantes crean debilitar el poder y la férrea voluntad del gobierno quebrando vidrios y destruyendo peajes o semáforos? Eso equivale a cortarle las uñas, a hacerle pedicure, a Leviatán, que seguro accederá de boca para afuera a alguna demanda popular, posiblemente debitando pequeñas cuotas en los recibos, en las compras y transacciones, para reparar los daños provocados a sus garras quebrantadas. La creencia errónea de que la fuerza de un monstruo se agota cortándole las uñas, está basada en esa condición paquidérmica, lenta de Colombia, muy conveniente para efectos de perpetuar la ignorancia y, con ella, la violencia. Es decir, el desconocimiento de que la política es la jurisdicción doctrinal del gobierno, como administrador de lo que es común y, por ende, del más amplio margen de la economía mediante el concierto legislativo, invita a las masas a descargar sus malestares contra “lo público”. Se trataría entonces de identificar esos campos de incidencia del poder político, de tal forma que puedan ser intervenidos con estrategias más racionales, y con el derecho sagrado a la desobediencia civil. Sin embargo, esos muros contra los que embisten enojados los marchantes —la mayoría jóvenes—, son una acción, consciente o no, de la necesidad de derribar las barreras del poder contenido en las estructuras estatales. Son un símbolo de la urgencia de escribir sobre la piel de las ciudades un destino distinto al que les auguran las circunstancias. 2. Una taxonomía a los jinetes de la bestia La credibilidad de los empleados públicos, según estudios, se estima en un penoso e insignificante 6%. Colombia es un país, dicen muchos, diseñado para robar, como si la bestia mitológica, cuasi fosilizada, tuviera en sus venas algún tipo de sangre maravillosa. Y sí: amén de las condiciones favorables generadas para la plutocracia, el país es rico en recursos de distinta índole, y pobre en estrategias administrativas. Lo que pocos saben es que el sistema gubernamental está concebido de manera errónea, enrevesada, pues quienes se hacen al poder desde la mecánica democrática, apelan a toda suerte de triquiñuelas promocionistas, sin demostraciones certeras de su capacidad para mandar. El márquetin político es una disciplina sofisticada y eufemística que estudia las distintas estrategias de posicionamiento de los candidatos. Ello no es un misterio, hace parte de la dinámica propia de poder, cada vez más maquiavélica, gracias a tácticas como las descritas en la Propaganda Totalitaria del Tercer Reich, que, desde la Segunda Guerra Mundial, viene inspirando a uno que otro político. Aquellos que llegan a los cargos públicos como representantes de los intereses comunes, a partir de la elección popular, tienen la potestad de elegir a través de las modalidades de libre nombramiento y remoción y prestación de servicios a personas que no fueron votadas, muchas veces feligreses de la ética, y otras tantas, adefesios cuyas argucias en el lobby harían que Joseph Goebbels se retuerza de envidia en su tumba. Recapitulando, los jinetes de la bestia chibcha son aquellos elegidos por votación, por libre nombramiento y remoción, los famosos contratistas, y (vox clamat in deserto): los servidores de carrera administrativa, la cuarta categoría de empleados que ingresa a la administración pública por concurso de méritos. Ellos cabrían en el estrecho 6% bien holgados, porque se ganan el puesto sin roscas, mediante una larga secuencia de pruebas (entre ellas la comportamental), que determinan su idoneidad para la ejecución de las tareas que los otros les imponen. Estos pobres mártires que, como san Jorge se enfrentan al dragón, pero desde sus propias entrañas, son responsables con su pecunio por cualquier detrimento en el patrimonio del Estado. Se enfrentan al monstruo, porque su ingreso al mismo tras probadas competencias se ratifica con juramento solemne de salvaguarda de los bienes del Estado, a riesgo de que les sean deducidos de su patrimonio personal. Muchos servidores de carrera han pagado con cárcel las consecuencias de la ejecución de contratos celebrados por el capricho megalómano de un político en las cumbres del poder. Es decir que el empleado de carrera, aquel que juró cuidar el recurso público, no decide sobre este, no puede opinar cómo se invierte eficazmente, no puede celebrar contratos, pero está obligado a supervisar el cumplimiento de estos, con lupa y con pavor. El Leviatán ha dado trabajo a un sinnúmero de colombianos a través de la CNCS (Comisión Nacional del Servicio Civil), y luego se los ha arrebatado, al igual que su casa, su familia y su buen nombre, por errores inconcebibles en la ejecución de contratos que ellos no firmaron. El Estado, la bestia dantesca, da y luego quita. La figura aletargada, cuyo nombre se asemeja a ese sustantivo prometido en el contrato social: “estabilidad”, vincula a servidores durante años bajo la premisa del miedo, el miedo de perderlo todo. “Entre locos me hago el loco”, decía Diógenes. Por eso, muchos servidores de carrera, los incomprendidos y modestos, terminan locos del totazo o aprenden a hacerse ante los disparates del poder. La supervisión contractual es un proceso riesgoso, auditado permanentemente por los entes disciplinarios y de control, pero la normatividad en tal sentido, consignada en la Ley 80, no ha sido reglamentada, pese a que desde la Función Administrativa del Estado se ha previsto desde hace años. Este vacío es altamente conveniente para los intereses del Leviatán, cuyo entremés favorito son los servidores mal parqueados. Si se hacen orates o ya lo son, es para no trabajar, para que no les endilguen cargas de peso, para no perder lo que han construido; e irónicamente es entendible. De allí viene el imaginario colectivo, bien sustentado a veces, de que el funcionario gubernamental no trabaja. Lo que la mayoría desconoce es que las responsabilidades de este tipo de servidor son riesgosas, y la falta de instrumentos legales para salvaguardar sus intereses, ostensible. Los contratistas, aquellos jinetes transitorios, cuyo único pecado es tener palanca, también suelen ser almas desventuradas. En algunos casos, la entrega en el trabajo es notable, dada la modalidad de contrato con la que se acogen a las instituciones: la prestación de servicios. Con esta, su salida y buena remuneración están en la cuerda floja desde que se levantan hasta que se acuestan. Y, si bien se presume que los organismos oficiales ahorran más del 40% en prestaciones sociales con este tipo de vinculación laboral, la famosa estabilidad prometida en el pacto social se ve socavada con la salida anticipada de muchos, o con su relevo una vez cambia la administración, casi siempre sin un tímido y merecido “gracias”. Pero también se da el ingreso de otros contratistas (los malos) cuyas complejas tareas van desde sacarle punta al lápiz del jefe, hasta traerle el tinto; una abigarrada gama de funciones profesionales que, en términos de erario, terminan borrando con el codo lo que se escribe con la mano. En cualquier caso, los contratistas evocan la ficción fatídica de “la muerte de un funcionario” de Chejov, donde se exponen los bemoles en el juego del poder y las desventajas de la posición en el tablero. Finalmente, los de libre nombramiento y remoción, muchas veces designados como ordenadores del gasto, como quienes sí tienen la potestad de contratar, no siempre tienen visión o capacidad administrativa. Son la milicia del representante votado, muchas veces líderes natos, otras (todo hay qué decirlo) obsequiosos asistentes de campaña en busca de un rinconcito en las plataformas de mando. Poco se puede decir de ellos. Los políticos no los listan en sus proyectos de gobierno. Tampoco presentan pruebas de suficiencia, pero son los que definen el gasto y los que traen consigo, en su mayoría, las huestes de asesores, ayudantes, asistentes poco necesarios que desfilan en las cavernas oscuras del dragón suramericano. Cada pueblo tiene el gobierno que se merece, dicen. Los colombianos tenemos una quimera bíblica a la que alimentamos cada dos, tres o cuatro años con nuestras elecciones poco reflexivas, con nuestra candidez, con nuestra ignorancia y sectarismo; quimera que se mantiene fuerte con las argucias de unos y con el miedo de otros. Puede ser que algún día, en un panorama alternativo o universo paralelo, lejos de la distopía que se dibuja en el horizonte, las cosas cobren su sentido y proporción. Que los alcaldes y gobernadores presenten pruebas, sobre todo de cordura, para administrar los entes territoriales, que se reglamenten las leyes a favor de los trabajadores y que el recurso más rico que tiene este país, el pueblo, sea la expresión divina que dome, sin vacilación y sin fanatismo, a la bestia desfigurada que creó. 3. Síndrome del político Recordando al gran maestro de la crónica colombiana, Luis Tejada, con su trabajo “Los alcaldes”, es patente que el cambio actitudinal del individuo en el trono no ha cambiado mucho a lo largo de la historia. Tejada cita: «Puede existir una enfermedad que se llame ‘embriaguez de autoridad’ y seguramente la sufren y la han sufrido eminentes mandatarios, reyes, presidentes, generales». Si Dios los hace y ellos se juntan, una lógica elemental impulsa la idea de que una bestia bíblica tiene que ser comandada por un domador igual de bestia. La brutalidad, muchas veces cincelada en el taller de la diplomacia está latente en el alma de los políticos, pero puede manifestarse bajo presión. La “exquisita estructura del alma” para efectos del gobierno a la que apela Tejada, se queda en veremos, gracias a los estudios recientes alrededor del síndrome de Hubris, serie de trastornos padecidos por los líderes, especialmente aquellos que llegan a los entes administrativos oficiales. No es una rareza. El Dictum de Acton, la famosa frase que afirma que “el poder corrompe y el poder absoluto corrompe absolutamente” ha sido objeto de apropiación en cuanto tratado de filosofía política existe. Incluso, como si de un arquetipo jungiano se tratata, las convenciones de los que llevan las riendas de la bestia son fácilmente identificables (todos recordamos algún político equis dándole un beso populaista a cualquier bebé desnutrido). Asimismo, las ceremonias de dominio suelen ser bastante definidas, como si escalar a esas instancias los despojara de aquello que es común a toda la humanidad, y los emplazara en las nubes etéreas de la soberbia. La soberbia obnubilante, a modo de glaucoma mental, que los lleva incluso a falsificar títulos y credenciales. Y es que la estructura del estado es escalonada, vertical; se apoya en postulados humanistas, igualitarios, pero establece diferencias y rangos en el hacer y en el pensar. Vuelve y juega: no es raro; divide y reinarás es la estrategia (citada y profesada por el mismo Napoleónn) para el desgaste y la fragmentación de estructuras a favor del mandatario. David Owen, neurólogo y político, fue quien formuló en 2008 el síndrome de Hubris, como conjunto de características narcisistas propias de quienes han ejercido el poder durante un período determinado. Es decir, el gallardo héroe medieval que derrota al dragón en la torre amurallada no quiere salvar a la princesa, quiere la fama para sí mismo, aquella que se perpetuará en romanceros de los juglares indefinidamente. Los políticos colombianos, a su vez, son conscientes de que las deudas centenarias de la nación no serán saldadas por sus arrogantes facultades, pero podrán acceder a un sueldo extraordinario, influir muchos años en círculos de variada índole y salir en algún libro de historia, si es que antes no acaban con el destino del país. De hecho, Hubris es un término griego que alude a la arrogancia, aquella cuya soberanía limita el accionar al yo, identificando sus intereses con el colectivo y conduciéndolo a ultranza al fracaso. Por un silogismo básico, si Colombia se trastabilla en la gestión pública en cuestiones de seguridad, salud, empleo y educación, y la teoría del síndrome del político acarrea el desastre ¿cuántos políticos Hubris han transitado por las curules de la realidad colombiana? Todo lo anterior, sumado a los salarios en exceso altos (en comparación con los de Latinoamérica) y a la falta de contrapeso en la administración pública, dada la naturaleza de los cargos, hacen del político regional una amazona que se lanza al garete por un voladero, sobre el lomo escamoso de la anaconda amazónica. Puede pasar que, esos asesores secuaces —última esperanza de las decisiones a favor del interés colectivo— que en su calidad de chupamedias siguen a su líder cual criatura alada por los despeñaderos de la gloria, lo dejen hacer y deshacer. Al fin y al cabo, muchas veces es el dirigente político el que los elige, y su período de mandato no durará más de cuatro años. El periodista Walter Lippmann no pudo haberlo dicho mejor: «Cuando todos piensan igual, es que ninguno está pensando». Por esa razón, para Owen los gabinetes del Gobierno no son escenarios propicios para curar el síndrome. En ellos prospera el sesgo cognitivo sobre la base del nombramiento de los integrantes por parte del líder. Uno de los síntomas más padecido por los mandatarios narcisistas, es la fe reivindicatoria de la historia, pese a las faltas cometidas en el contexto de su gestión. Con la postmodernidad, una tendencia a desvelar el otro lado de las cosas ha dado cuenta de los desastres provocados por los héroes, próceres y mártires cuyas leyendas llenan los libros de la ortodoxia académica. Desde su nacimiento como república, Colombia ha estado plagada de dirigentes arbitrarios y mediocres que, a cuentagotas, han cambiado las posibilidades infinitas de desarrollo de un territorio rico, por formas de violencia y marginalidad inenarrables. Desde la venta de Panamá hasta la anchurosa cadena de barbaridades que se han atestiguado en las últimas décadas (controversias vaporosas que encubren otras controversias más sólidas), las decisiones del tiranosaurio dejan en evidencia su naturaleza cuaternaria. Ha de ser esa la razón de la terquedad estatal ante las actuales demandas del pueblo. Y es que los tiranosaurios tienen unas cavidades auditivas bastante estrechas para su colosal tamaño, que, junto con esas extremidades superiores medio atrofiadas, lo vuelven un capricho evolutivo. Esperemos que la evolución de bestia a ser pensante llegue antes de la próxima era geológica.