Diluviaba. El refugio al que sus coyunturas extenuadas la condujeron fue el más inmediato, una tienda de aves (este es un mundo inclemente: condena a los inocentes a la prisión, por la insinuación de un Edén en un canto, arrebatado entre unas plumas. Despiadados los hombres: no ceden el paraguas a una anciana de andar penoso). En la tienda no había un cliente. Sí bien ya pocos compran aves (por el presagio de la propia extinción), tampoco hay quien las libere. El ruido del agua contra el asfalto solapaba los cantos. El paraíso de nidos perdidos hacía olvidar a los pájaros el silencio humilde que deben conservar en la tormenta. El dependiente adormilado miraba a la dama desde una esquina (carcelero desganado en una prisión sin motines, tan condenado como sus reclusos). La mujer lo notó, y con esa cortesía de otros tiempos le sonrió, para recorrer con lentitud la tienda, sus vitrinas y jaulas como si quisiera comprar algo. Retribuía, en realidad, el albergue momentáneo. No tenía más que unas monedas. Su vejez de hijos lejanos y esposo difunto se aplacaba entre las gracias de los pajaritos; inofensivos le recordaban que el espíritu santo, al que le rezaba a diario, también era una paloma. Pero la cándida analogía se disolvió ante la última jaula. Hasta allí la habían seguido los ojos del vendedor desde el ángulo opuesto del local. Incluso se incorporó de su letargo con curiosidad, misma que la señora compartía ante el pájaro. Este, mirando hacia la pared del estante, enseñando el lomo, no podía ser más negro si no fuera por el cadmio de su pico, que exhibía con desdén, levemente, para redirigir su vista a la pared. —Parece enojado— expresó la señora, chasqueando las yemas hacia el animal. —Sí, es un poco malgeniado, pero le gusta rezar. Es un mirlo negro. Era de un cura que murió, y como no tenía parientes lo trajeron aquí. — ¿Reza? ¿De verdad? —Sí. Puede llevárselo si gusta. Se lo regalo. No daba crédito a la oferta, se sintió afortunada. Aunque el animal contrastaba con las evocaciones divinas de los demás enjaulados, bien podía ser un compañero de oración y una presencia en su desolada vivienda. Decidido a acompañar a la señora, con la jaula inusualmente pesada en la mano, la casa, un corredor largo con olor a humedad, adornado por figuras de santos y trebejos le pareció al joven a un patíbulo. Por fin se deshacía del fatídico pajarraco al que nunca escuchó rezar; con suerte la vieja le sacaría un amén… Y no; con los días los ruegos por misericordia para sus hijos y sus muertos empezaron a incluir peticiones a favor de la lengua de Roberto, el mirlo, como si la alusión nominal a una cotorra pudiera impelerlo a hablar. Los santos que atiborraban las repisas parecían reemplazar una familia ingrata. Orarles cada tanto no garantizaba, de ninguna manera, la réplica de la sangre ausente. Hasta el seseo susurrado de las plegarias reverberaba contra los muros húmedos de la casa, que entre croché sucio y olor a pantano era un museo del desamparo ¡Si tan solo timbraran el teléfono! ¡Si solo tocaran a la puerta! Con la llegada del ave, parecía que las estatuillas e iconos en las paredes fueran más inertes que nunca. Y la compañía del recién llegado se hizo incómoda, sobrecogedora, con los días. La mujer, que al inicio hasta le ofreció galletas y cacao, como única fórmula por ella conocida para romper el hielo con las aves, ahora temía hablar, orar en voz alta, escuchar el eco de su voz abandonada. Los anillos amarillos alrededor de los ojos del pájaro la escoltaban hasta el patio, hasta la habitación, hasta la cocina. Si por lo menos ellos hubiesen dicho algo, pero estaban vacíos de palabras y llenos de fuego, lumbres del infierno al que temía desde niña. Lo alimentaba, sí, no podía permitir su muerte. Pero planeaba en silencio, un silencio fúnebre, último adorno de una casa tumba, devolver el ave a la tienda. Lo haría pronto, cuando por su torpeza para la mentira encontrara una justificación verídica. La mudez y la turbación serían los motivos. De súbito, la mañana en que decidida restituiría el pájaro al sitio en el que lo encontró, la falta de aire y un dolor en el pecho, insoportable, agudo tal cual la mirada del animal sobre ella al momento de procurarle la comida, serían preámbulos de lo inevitable y el fin de la aciaga compañía. La jaula estaba abierta. Las miradas se cruzaron sin la oposición de los barrotes. Ella, ahogándose, con los ojos desorbitados acaso le pedía auxilio, desmenuzado sobre su pecho roto el alimento para aves, y luego cayendo sobre las rodillas que crujieron contra el empedrado enmohecido del patio. El ave salió de su cárcel; se dirigió a la cocina; tumbó la aceitera hasta que hubo líquido suficiente sobre el mesón; tomó unas gotas en su pico y volvió al patio, donde la mujer yacía. Sobre la frente de la anciana, que aún no perdía definitivamente el sentido del oído, depositó las gotas y comenzó a repetir con una voz descolorida, como salida de un viejo transistor, los rezos aprendidos para la unción de los agónicos: “Por esta santa unción y por su bondadosa misericordia, te ayude el Señor con la gracia del Espíritu Santo”. Menos de una hora después, la visión espeluznante del pájaro en la tienda le avisaba al dependiente que había que recuperar un cadáver de su tumba, antes de que empezara a heder.